Nosotros somos enseñados verdaderamente sólo por las palabras que Dios pronuncia expresamente para nosotros. No es, pues, por los libros, ni por la búsqueda curiosa de historias, por lo que se adquiere sabiduría en la ciencia de Dios. Ésa no es más que una ciencia vana y confusa, que hincha mucho [1Cor 8,1]. Lo que de verdad nos enseña es lo que nos va sucediendo de un momento a otro: eso es lo que forma en nosotros esa ciencia experimental que Jesucristo quiso tener antes de dedicarse a enseñar al pueblo -aunque siendo Dios, desde siempre conocía todo-. A nosotros, en todo caso, nos es absolutamente necesaria, si queremos llegar al corazón de las personas que Dios nos confía.
Sólo se sabe perfectamente aquello que la experiencia nos ha enseñado por el sufrimiento o la acción. La unción del Espíritu Santo habla así a nuestro corazón palabras de vida, y todo cuanto decimos a los otros debe nacer de esta fuente. Lo que se lee o se ve no viene a hacerse ciencia divina sino por esa fecundidad, esa virtud y luz que viene de lo aprendido por la experiencia. Todo eso no es más que una masa, que requiere la levadura y también la sal para sazonarlo, y cuando no se tienen sino unas ideas vagas sin esta sal, uno viene a ser como un visionario que, conociendo todos los caminos del mundo, se pierde al ir a su casa.
Es necesario, pues, escuchar a Dios incesantemente para ser doctor en esa teología virtuosa, que es completamente práctica y experimental. Dejáos de aquello que ha sido dicho por otros, y prestad oídos a lo que se os está diciendo a vosotros y por vosotros. Con eso tenéis bastante para ejercitar la fe, pues todo, en su obscuridad, la estimula, la purifica y la acrecienta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario