Si pudiéramos ver la vida y mirar todas las criaturas no en sí mismas, sino en su principio. Más aún, si pudiéramos ver la vida de Dios en todos los objetos, cómo los mueve la acción divina, cómo los mezcla, los junta, los opone, los impulsa entre términos contrarios, reconoceríamos entonces que todo tiene su razón de ser, su medida, proporción y relación en esta obra divina.
Pero ¿cómo leer este libro en el que los caracteres son desconocidos, innumerables, todos revueltos y cubiertos de tinta? Si la combinación de veinticuatro letras puede ser tan inmensa que basta para componer infinidad de volúmenes diferentes, cada uno admirable en su género, ¿quién podrá expresar lo que Dios hace en el universo? ¿Quién será capaz de leer y entender el sentido de un libro tan inmenso, en el que no hay letra que no tenga su forma particular, y que en su pequeñez no encierre profundos misterios?
Los misterios no se ve ni se sienten: son objetos de la fe. Y la fe los cree, juzgándolos buenos y verdaderos, sólo por su principio divino, pues en sí mismos son tan obscuros, que todas sus apariencias no sirven más que para ocultarlos y esconderlos, y para cegar a quienes pretenden juzgarlos por la sola razón.
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