«Ofreced sacrificios legítimos, y confiad en el Señor» [Sal 4,6]. En efecto, el grande y sólido fundamento de la vida espiritual es darse a Dios, y estar siempre sujeto en todo a su voluntad, en lo interior y exterior, olvidándose de sí mismo, como de una cosa vendida y entregada, sobre la cual no se tiene ya derecho alguno. Todo, pues, ha de ser para agradar a Dios, de modo que Él sea toda nuestra alegría, y que su felicidad y su gloria, su ser, venga a ser nuestro único bien.
Apoyada sobre este fundamento, el alma ha de centrar toda su vida en alegrarse de que Dios sea Dios, dejando su propio ser de tal modo entregado a su voluntad que esté igualmente contenta con hacer esto, aquello o lo contrario, según disponga el beneplácito divino, sin andar cavilando sobre lo que su voluntad santísima ordena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario