Hay un primer deber, referente a lo necesario, que es obligado cumplir. Un segundo deber es el del abandono y la pura pasividad. Y hay un tercero que requiere un corazón sencillo, dulce y suave, es decir, movilidad del alma al soplo de la gracia, que le mueve a hacer todo, y por la que ha de dejarse llevar, obedeciendo sencilla y libremente sus mociones. Y para evitar engaños, nunca Dios deja de dar a las almas sabios guías, con discernimiento para señalar la libertad o la reserva que convienen al seguir esas inspiraciones.
Pues bien, es el tercer deber el que propiamente excede toda ley, toda forma y toda manera determinada. Es el que hace que este designio sea tan extraordinario y singular, es el quien regula sus oraciones vocales, sus palabras interiores, el sentimiento de sus facultades y la luminosidad de su vida, ciertas austeridades, este celo, aquella prodigalidad total de sí mismo hacia el prójimo. Y como todo esto pertenece a la ley interior del Espíritu Santo, nadie se lo ha de imponer y prescribir a sí mismo, ni desearlo, ni quejarse de no tener estas gracias que nos permiten procurar esas virtudes no comunes, ya que ellas, en una u otra circunstancia, deben surgir sólo por la voluntad de Dios. Sin esto, como hemos dicho, será preciso temer las ilusiones en que nuestro espíritu podría caer.
Conviene dejar claro que Dios quiere mantener ciertas almas ocultas, obscuras y pequeñas a sus ojos y a los de los demás, y que muy lejos de mandarles tales cosas espectaculares, las va llevando justamente a lo contrario. Y si estas almas son muy cultas, se engañarían si tomasen este camino: el suyo consiste en caminar fielmente, y han de encontrar la paz en su pequeñez.
Entre las dos vías no hay, pues, más diferencia que la que pueda haber en el amor y la sumisión que se tenga hacia la voluntad de Dios. Pues si en esto un alma va más allá de lo que van aquellas otras almas, que parecen cumplir mayores trabajos exteriores, ¿quién pondría en duda que la santidad de aquélla fuera la más alta? Ya se ve, por tanto, que cada alma debe contentarse con los deberes de su estado y las obligaciones de pura providencia. Está claro que eso es lo que exige Dios de todas las almas.
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