Oh, Amor desconocido, parecería que tus maravillas se hubiesen terminado, y que no nos quedara sino copiar de tus antiguas obras y citar tus enseñanzas del pasado. Ignoramos que tu acción inagotable es una fuente infinita de nuevos pensamientos, nuevos sufrimientos, nuevas acciones, y de nuevos santos, que no tienen necesidad alguna de copiar la vida y escritos de unos y otros, sino de vivir en un permanente abandono a tus secretas mociones.
Se dice muchas veces «oh, los primeros siglos, la época de los santos»... Pero ¿qué se consigue con eso? ¿Acaso no es verdad que todos los tiempos constituyen una sucesión de efectos de la acción de Dios, que se expande sobre todos los instantes llenándolos, santificándolos, sobrenaturalizándolos? ¿Es que en otros tiempos pasados ha habido alguna manera de abandonarse a esa acción divina que hoy ya no sea posible? ¿Los santos de los primeros siglos estaban en posesión de algún secreto espiritual distinto, que el de ir realizando en cada momento lo que la acción divina quiere realizar en ellos? ¿Habrá que pensar que esta acción divina dejará de difundir su gracia hasta el fin del mundo sobre las almas que se le abandonen sin reservas?
Amor querido, amor adorable, eterno y eternamente fecundo y siempre maravilloso, acción de mi Dios: tú eres mi libro, mi doctrina, mi ciencia; en ti están mis pensamientos y palabras, mis acciones y cruces. No llegaré a ser lo que tú quieres hacer de mí, consultando tus obras en otros, sino recibiendo yo tus obras en todas las cosas, por esa vía real y antigua, el camino de mis padres. Como ellos, yo pensaré y hablaré y seré iluminado. Y en esto es en lo que quiero imitarlos y citarlos a todos, copiándoles siempre.
Si no se tiene la ciencia espiritual de saber apropiarse en todas las cosas de la acción divina, es normal que se recurra al uso de innumerables medios. Pero esta multiplicidad no puede dar lo que se encuentra en la unidad original, en la que cada instrumento encuentra una moción genuina, que le lleva a actuar incomparablemente.
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