Así pues, si queréis vivir evangélicamente, vivid en pleno y puro abandono a la acción de Dios. Jesucristo es la fuente de este abandono, y «Él era ayer, es hoy mismo y lo será eternamente» [Heb 13,8], para continuar siempre su vida y no para recomenzarla. Lo que Él hizo, hecho está, y lo que resta, lo va haciendo en todo momento. Cada santo recibe una parte de esta vida divina. Jesucristo es siempre el mismo, aunque sea diferente en cada uno de sus santos. La vida de cada santo es la misma vida de Jesucristo, es un Evangelio nuevo.
Las mejillas del Esposo son comparadas a los jardines y arriates, llenos de flores perfumadas [Cant 5,13]. La acción divina es el jardinero que diversifica su jardín de modo admirable. Es éste un jardín que no se parece a ningún otro, y entre todas sus flores no hay dos que sean iguales, gracias al abandono por el que se entregan ellas el cultivo del jardinero, dejándole hacer en ellas cuanto le place, contentándose ellas con hacer lo que es propio de su naturaleza y condición. El Evangelio, toda la Escritura y la ley común se resumen en dejarle hacer a Dios y hacer aquello que Él exige de nosotros.
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