Si tuviéramos fe, nos serían gratas todas las criaturas, las acariciaríamos, agradeciéndoles interiormente que sirvan y sean tan favorables a nuestra perfección, aplicadas por la mano de Dios.
La fe es la madre de la dulzura, de la confianza y del gozo. Es incapaz de sentir otra cosa que ternura y compasión por los enemigos, que tanto se enriquecen a sus expensas. Cuanto más dura es la acción de la criatura, más beneficiosa para el alma la vuelve la acción de Dios. No hay instrumento que la estropee, pues las manos del Obrero sobrenatural solamente son implacables para alejar del alma todo lo que pueda perjudicarla.
La voluntad de Dios solamente tiene dulzura, favores y gracias para las almas fieles. Es imposible confiar en ella demasiado o abandonársele en exceso. Ella puede y quiere siempre lo que más contribuirá a nuestra perfección, con tal, claro está, que le dejemos hacer a Dios. La fe no duda de esto. Cuanto más se revuelven los sentidos, incrédulos, desesperados, inseguros, con más fuerza asegura la fe: «¡aquí está Dios! ¡Todo va bien!». No hay cosa que la fe no sea capaz de asimilar y superar. Atraviesa todas las tinieblas, y por mucho que se esfuercen las sombras, penetra en ellas hasta llegar a la verdad, la abraza con fuerza y nunca se separa de ella.
Más temo yo mi propia acción y la de mis amigos que la de mis enemigos. No hay prudencia mayor que ésa de «no resistir al malvado» [Mt 5,39], y la de no hacerle más oposición que el simple abandono. Esto es ir adelante viento en popa, guardando el corazón siempre en paz. Con esas persecuciones nuestros enemigos hacen de galeotes, que nos llevan a puerto con el trabajo de su remar.
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