Hay que llegar, pues, a un punto en que, para uno, todo lo creado no sea ya nada, y Dios lo sea todo. Y por eso es necesario que Dios se oponga a todas las afecciones particulares del alma, de manera que, desde el momento en que ella se adhiere a alguna forma especial, a una cierta idea de espiritualidad, a algún medio de perfección o devoción, a unos planes, a tales vías o caminos que den acceso a ciertas metas, a algunas personas que presten su ayuda, o en fin, a cualquier criatura que sea, Dios confunde nuestros planes y permite que en vez de conseguir nuestros proyectos, no encontremos en todo eso sino confusión y turbación, vacío y desatino.
Apenas el alma se ha dicho: «Por ahí es por donde hay que ir, con esta persona es con quien tengo que hablar, así es como hay que actuar», en seguida Dios dice todo lo contrario y retira su virtud de esos medios decididos por el alma. Y así, no encontrando en todo sino pura criatura y, consiguientemente, pura nada, el alma se ve obligada a recurrir al mismo Dios y a contentarse con Él.
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