Figurarse que estas almas son más o menos perfectas precisamente a causa de las diferentes cosas a las que son movidas, es poner la perfección no en la sumisión a la voluntad de Dios, sino en las cosas mismas. Dios se configura en los santos a su gusto, y es su voluntad la que los hace a todos, y todos se someten a su ordenación. Esta sumisión es el verdadero abandono, y en eso consiste lo más perfecto.
Cumplir los deberes de su estado y conformarse con las disposiciones de la Providencia, es común a todos los santos. Y es la vocación que Dios da a todos en general. Algunos santos viven ocultos en la obscuridad, porque el mundo es muy peligroso y ellos quieren evitar sus escollos; pero no es en eso en donde radica su santidad. Sencillamente, cuanto más se someten a la voluntad de Dios, más se santifican.
Del mismo modo, no hay que creer que aquellos santos en los que Dios hace resplandecer las virtudes por acciones notables y extraordinarias, mediante gracias e inspiraciones que se concilian con los deberes dispuestos por Dios, caminen por eso menos por la vía del abandono. En absoluto. No estarían abandonados a Dios y a su voluntad, y todos sus momentos no serían voluntad de Dios, si se contentaran con los deberes de su estado y de las obligaciones de pura providencia. Ellos han de extenderse y medirse según la amplitud de los designios de Dios, en esa vía que les es requerida por la gracia, siendo para ellos la inspiración un deber al que han de ser fieles.
Y lo mismo que hay almas en las que todo su deber está marcado por una ley exterior, y que deben mantenerse encerradas en ella, pues en ella les guarda la voluntad de Dios, también hay otras que, además de su deber exterior, han de ser fieles a esa ley interior que el Espíritu Santo grava en su corazón.
¿Y quiénes serán los más santos? Pura y vana curiosidad sería tratar de indagarlo. Cada uno debe seguir el camino que le ha sido señalado [+1Cor 7,17.20. 24]. La santidad consiste en someterse a la voluntad de Dios, y a lo que de más perfecto hay en esa voluntad, sin mirar a las cosas en sí mismas, porque no es la cantidad o la calidad de ellas lo que obra la santidad, sino el perfecto cumplimiento de lo mandado. En efecto, por más que nos afanemos para multiplicar nuestras buenas obras, consiguiendo reunirlas en abundancia, siempre seremos muy pobres, si su principio no es la voluntad de Dios, sino el amor propio, o si por lo menos no rectificamos éste en cuanto captamos sus pretensiones.
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