Cuando el alma va bien, todo va bien, porque aquella parte que corresponde a Dios, es decir, su acción, es, por así decirlo, el centro y la consecuencia de la fidelidad del alma: ella impulsa al alma, y el alma se apoya en ella. Ésta viene a ser como la cara de un tapiz magnífico, que va siendo tejido punto por punto por el revés. El obrero no alcanza a ver más que cada punto y su aguja, y todos estos puntos, dados sucesivamente, van trazando figuras bellísimas, que no van manifestándose hasta que, una vez acabada la obra, se expone a la luz de cara. Pero mientras dura el tiempo del trabajo toda esa maravilla permanecía oculta.
Lo mismo sucede en un alma que se abandona a Dios. Solamente alcanza a ver la voluntad divina y su propio deber. Y el cumplimiento de este deber viene a ser en cada momento un punto imperceptible que se añade a la obra. Y sin embargo, mediante estos puntos, Dios va obrando sus maravillas, de las que alguna vez hay indicios visibles ya en el tiempo, pero que no podrán ser conocidas del todo hasta el día grande de la eternidad.
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