Este conocimiento de la acción divina en todo lo que pasa en cada momento es la sabiduría más sutil que en esta vida puede tenerse de las cosas de Dios. Es una revelación continua, es un diálogo con Dios que se renueva incesantemente, es gozar del Esposo no en lo oculto, a escondidas, en la bodega o en la viña, sino al descubierto y en público, sin miedo a nadie. Es un océano de paz, gozo, amor y de conformidad con un Dios visto, conocido o, mejor aún, creído, viviendo y operando siempre lo más perfecto, en cuanto se presenta en todos los instantes. Es el paraíso eterno que, verdaderamente, se hace presente en las cosas pequeñas, cubiertas de tinieblas. Pero el Espíritu de Dios, que en esta vida compone secretamente todos estos fragmentos con su acción continua y fecunda, dirá en el día de la muerte: «hágase la luz» [Gén 1,3], y se verán entonces los tesoros que encerraba la fe en ese abismo de paz y de conformidad con Dios, que se encuentra a cada momento en todo lo que hay que sufrir o hacer.
Cuando Dios quiere darse al alma de este modo, todo lo común se hace extraordinario, y por serlo verdaderamente, no lo parece. Y es que este camino es por sí mismo extraordinario, y por eso mismo no es necesario adornarlo con maravillas prestadas. Es un milagro, una revelación y un gozo permanente, con algunas pequeñas imperfecciones. Su condición propia, sin embargo, no es poseer apariencias sensibles y maravillosas, sino hacer maravillosas todas las cosas comunes y sensibles. Así es como vivía la Virgen.
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