La figura del mundo es presentada bajo el aspecto de una estatua de oro, bronce, hierro y barro [Dan 2,31-35]. Este misterio de iniquidad [mostrado en sueños al rey Nabucodonosor] no es sino el obscuro conjunto de todas las acciones interiores y exteriores de los hijos de las tinieblas, que son la Bestia salida del abismo para hacer la guerra a los hombres espirituales [Apoc 13]. Y todo lo que sucede en la historia hasta el presente es la continuación de esa guerra. Las Bestias se suceden unas a otras, el abismo las devora y las vomita de nuevo, en medio de nuevos vapores.
El combate entre Lucifer y San Miguel comenzó en el cielo y perdura en la tierra [Dan 122,13.21; Apoc 12,7; +Vat. II, GS 13a, 37b]. El corazón de este ángel soberbio y envidioso es un abismo insondable de toda clase de males. Por él entró en el cielo la revuelta de ángeles contra ángeles, y desde la creación del mundo todo su empeño es suscitar entre los hombres nuevos malvados, que ocupen el lugar de los que él se ha tragado. Lucifer es, pues, el jefe de aquellos que se le someten libremente.
Este misterio de iniquidad está hecho de odio a la voluntad de Dios y produce un desorden diabólico, un caos misterioso, pues oculta bajo hermosas apariencias males irremediables e infinitos. Todos los malos, desde Caín hasta los que hoy arrasan la faz de la tierra, han tenido siempre apariencia de grandes, de príncipes poderosos, que centraban la atención del mundo, y que suscitaban la adoración de los hombres [Apoc 13,3-4]. Y esta apariencia fascinante y engañosa es un misterio: no hay en ella sino Bestias surgidas del abismo, unas detrás de otras, con el fin de trastornar y falsificar el orden dispuesto por Dios.
Pero la ordenación divina, que es otro misterio, ha suscitado siempre hombres verdaderamente grandes y poderosos, que han dado el golpe mortal a esas Bestias. Y a medida que el abismo ha vomitado otras nuevas, el cielo ha hecho nacer también héroes capaces de vencerlas. La historia antigua, sagrada y profana, es la historia de esta guerra, en la que la voluntad de Dios permanece siempre victoriosa. Los que se han alineado con ella, igualmente, han vencido y son felices por toda la eternidad. Por el contrario, la maldad nunca ha sido capaz de proteger a los desertores, sino que les ha pagado con la muerte y una muerte eterna.
¡El malo siempre se cree invencible en su maldad! Pero, Dios mío, ¿quien podrá resistirte? [Rm 9,19-24]. Aunque un alma sola tuviera en contra suya a todas las fuerzas del infierno y del mundo, nada tendría que temer si se abandona a la voluntad de Dios. Y esa apariencia monstruosa de la maldad, que parece tan poderosa, esa cabeza de oro, ese cuerpo de plata, bronce y hierro, no es más que un fantasma de polvo brillante. Una piedrecilla, cayendo sobre ella, la derrumba, dejándola a merced del viento [Dan 2,34-35].
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