¡Qué admirablemente va trazando todos los siglos el Espíritu Santo! Todas esas revoluciones, que conmueven tanto a los hombres, que irrumpen con tal luminosidad, como si fueran astros que brillan sobre las cabezas de los pueblos, tantos acontecimientos extraordinarios, todo eso no es más que un sueño efímero, que huye de la memoria de Nabucodonosor cuando se despierta, por fuertes que fueran las huellas que grabaran en su espíritu.
Todas esas Bestias sólo surgen en el mundo para ejercitar la valentía de los hijos de Dios. Y cuando éstos ya están suficientemente adiestrados, Dios les concede la fuerza para matar las Bestias. Y el cielo al punto eleva a los vencedores, y el infierno traga a los vencidos.
Al punto surge una nueva Bestia, y Dios suscita nuevos guerreros para darle batalla. Y así, esta vida no es sino un espectáculo continuo, que alegra el cielo, ejercita a los santos y confunde al infierno. Todos los enemigos del bien vienen a ser esclavos de la justicia, y la acción divina construye la Jerusalén celeste con trozos de Babilonia, compuesta por piezas usadas y rotas.
¿Sirven para algo las más altas luces, las revelaciones divinas, si no se ama la voluntad de Dios? Lucifer no fue capaz de aprobar esta voluntad. La decisión de la acción divina que Dios le revelaba al mostrarle el misterio de la Encarnación, le encendió de envidia. En cambio, un alma sencilla, iluminada por la luz de la fe, no se cansa de admirar, alabar y amar la voluntad de Dios, descubriéndola no solamente en las criaturas santas, sino incluso en el desorden y confusión más caóticos. Un grano de fe pura ilumina más el alma sencilla que a Lucifer todas sus luces tan elevadas.
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