¡Oh, Espíritu divino, enséñame a leer en este libro de la vida! Quiero hacerme discípulo tuyo y, como un niño pequeño, creer lo que no alcanzo a entender. Me basta que mi Maestro lo diga. Él ha dicho esto, lo ha pronunciado, ha juntado las letras de este modo, y eso me basta. Pienso que todo es como Él lo ha dicho, aunque no entiendo nada, porque Él es la verdad infalible. Todo lo que dice, todo lo que ve, es la verdad. Él quiere que se junten ciertas letras para formar un nombre, y de éste se deriven otros. No hay más que tres, que seis, no hay más que aquello, pues basta: con menos no tendría sentido. Él es el único que, conociendo los pensamientos, es capaz de juntar las letras para hacer un escrito. Todo tiene significado, todo posee un sentido perfecto. Esta línea termina aquí, porque así conviene. No falta una coma, ni hay un punto inútil.
Esto lo creo ahora, en el presente, y cuando en el día de la gloria me sean revelados tantos misterios, alcanzaré a ver con claridad todo lo que ahora no comprendo sino confusamente, todo lo que se me muestra tan revuelto y embrollado, tan desordenado e imaginario. Y entonces todo me alegrará, me llenaré de un gozo eterno por la bondad y el orden, la razón, la sabiduría y las incomprensibles maravillas que descubriré.
Todo lo que vemos ahora es vanidad y mentira. La verdad de las cosas está en Dios. ¡Y qué diferentes son las ideas de Dios de nuestras ilusiones! ¿Cómo entender, si no, que estando continuamente advertidos de que todo esto que pasa en el mundo no es más que una sombra, una figura, un misterio de fe, nos conduzcamos, sin embargo, en todo humanamente, guiados por el sentido natural de las cosas, que no alcanza nunca a descifrar el enigma?
Caemos una y otra vez en la trampa, como insensatos, porque no levantamos los ojos al principio divino, a la fuente, al origen de las cosas, donde todo tiene otro nombre y otras cualidades, donde todo es sobrenatural, divino, santificante, donde todo es parte de la plenitud de Jesucristo, donde todo es piedra de la Jerusalén celeste [Apoc 3,12], donde todo se integra y hace entrar en este edificio maravilloso.
Vivimos según lo que vemos y sentimos, y hacemos inútil esta luz de la fe que podría conducirnos con tanta seguridad por este laberinto, donde hay tantas tinieblas e imágenes, entre las que nos extraviamos como necios. No avanzamos guiados por la fe, que solamente ve a Dios y las cosas en Dios, y que vive siempre de Él, dejando a un lado lo visible, y yendo más allá de las figuras.
La fe es la antorcha del tiempo, y ella sola alcanza la verdad invisible, toca lo impalpable, ve todo este mundo como si no existiese, pues ve algo muy distinto de lo que es aparente. La fe es la llave de los tesoros, la llave del abismo [Apoc 9,1] y de la ciencia de Dios [Lc 11,52]. La fe denuncia la mentira de todas las criaturas, y por ella Dios se revela y manifiesta en todas las cosas, divinizándolas. Ella es la que quita el velo y descubre la verdad eterna.
Cuando un alma recibe esta inteligencia de la fe, Dios le habla por medio de todas las criaturas. El universo es para ella una Escritura viviente, que el dedo de Dios traza incesantemente ante sus ojos. La historia de todos los momentos que pasan es una historia sagrada. Los Libros santos, que el Espíritu de Dios ha inspirado, no son para ella más que el comienzo de las enseñanzas divinas.
Todo lo que sucede y que no está consignado en las Escrituras es para ella una continuación de éstas. Y lo que está escrito no es más que el comentario de lo que no está. La fe juzga del uno por lo otro. La síntesis escrita no es más que la introducción a la historia de la plenitud de la acción divina, que se encuentra resumida en las Escrituras. El alma descubre en ella los secretos para penetrar en los misterios que encierran toda su plenitud.
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