Sí, Amor querido, no seré yo quien te señale horas ni maneras, pues siempre que me visites, serás bienvenido. Yo creo, acción divina, que te has dignado revelarme algo de tu inmensidad, y ya no quiero dar paso alguno si no en tu seno infinito. Todo lo que de ti fluye hoy, venía de ti ayer. De la inmensidad de tu fondo brota un torrente de gracias, que derramas incesantemente sobre todas las cosas, sosteniéndolas e impulsándolas. No he de buscarte, pues, en los estrechos límites de un libro, en una vida de santo, o en sublimes ideas. Todas esas cosas no son más que unas gotas de ese mar inmenso que veo difundirse sobre todas las criaturas, inundándolas todas. Son como átomos que desaparecen en ese abismo. No pienso, pues, buscar más esa acción divina en los pensamientos de personas espirituales, ni mendigaré mi pan de puerta en puerta, ni les haré más la corte.
Sí, Señor, quiero vivir de modo que te haga honor, como hijo de un padre verdadero infinitamente sabio, bueno y poderoso. Quiero vivir según mi fe. Y ya que creo que tu acción divina se aplica por todas las cosas y en todos los momentos a mi perfección, quiero vivir siempre de esta grande renta inmensa, que nunca va a faltarme, renta siempre presente y adecuada a mis necesidades.
¿Hay acaso alguna criatura cuya acción pueda igualarse a la de Dios? Y puesto que esta mano increada es la que dispone por sí misma todo cuanto me sucede ¿iré yo a buscar ayudas en las criaturas, que son impotentes, ignorantes y egoístas? Antes yo moría de sed, me apresuraba de fuente en fuente, de uno a otro arroyo, cuando de pronto una mano invisible derrama sobre mí un diluvio, cuyas aguas me rodean por todas partes. Todo ahora se convierte en pan que me alimenta, jabón que me limpia, fuego que me purifica, cincel que traza en mí figuras celestiales. Todo es instrumento de gracia para todas mis necesidades. Y cuanto yo buscaba en tantas otras cosas, ahora me busca a mí incesantemente, y se me entrega por todas las criaturas.
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