Un alma para quien el bien y la felicidad de Dios son los suyos, no se inclina ya por amor, ni por confianza en las cosas creadas, y las admite solamente por deber, es decir, por voluntad de Dios, y por la concreta determinación de su voluntad. Ella, por encima de la abundancia y por debajo de la privación, vive en la plenitud de Dios, que es su bien permanente.
Dios encuentra, pues, esta alma completamente vacía de inclinaciones propias, de movimientos propios, de elecciones propias. Es como un sujeto muerto, abandonado a una indiferencia universal. La plenitud del ser divino, manifestándose así en el fondo del corazón, tiende sobre la superficie de todos los seres creados un velo de nada, que elimina todas sus distinciones y variedades. Así la criatura, en el fondo de su corazón, queda sin virtud ni eficacia, y el corazón se ve sin tendencias e inclinaciones hacia las criaturas, pues la majestad de Dios llena toda su capacidad.
El corazón que vive de Dios de esta manera queda muerto a todo el resto, y todo lo demás queda muerto para él. Corresponde a Dios, que da la vida a todas las cosas, vivificar el alma en relación a las criaturas, y a éstas en referencia al alma. La voluntad de Dios es esta vida. El corazón, movido por esta voluntad divina, es llevado hacia las criaturas y, por esta misma voluntad, las criaturas son llevadas hacia el alma, para que puedan ser acogidas por ella.
Sin esta virtud divina de la libre disposición de Dios, lo creado no es recibido por el alma, y el alma no se dirige a ello. Esta reducción de todo lo creado, primero a la nada y seguidamente al punto de la ordenación de Dios, hace que en cada instante Dios es para el alma Dios mismo y todas las cosas. Pues cada momento es, en el fondo del alma, un contentamiento de Dios solo y un abandono sin límites a todo lo creado posible, o mejor, a todo lo creado o creable por la voluntad de Dios. Y así cada momento lo contiene todo.
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