Ésta es, sin más, la acción fácil, sencilla y propia de todos los instrumentos divinos. Es el único secreto del abandono, un secreto sin secreto, un arte sin artificio. Es el camino recto. Dios, que lo exige a todos, lo ha manifestado claramente, haciéndolo inteligible y muy sencillo. Lo que hay de obscuro en el camino de la pura fe no es aquello que el alma debe practicar, sino aquella acción que Dios se ha reservado. Nada más fácil y claro que lo primero. El misterio está en lo que Dios hace por sí mismo.
Considerad, por ejemplo, lo que sucede en la Eucaristía. Lo que es necesario para consagrar el cuerpo de Jesucristo es tan sencillo y fácil que cualquiera, por basto que sea, puede realizarlo, si tiene el carácter sacerdotal. Y sin embargo, es el misterio de los misterios, donde todo permanece escondido y oculto, tan incomprensible, que cuando se es más iluminado y espiritual, más fe se necesita para creerlo.
El camino de la pura fe es en esto algo semejante. Su objetivo es encontrar a Dios en cada momento, y esto es lo más alto, lo más místico, lo más beatífico que pueda haber. Es un fondo inagotable de pensamientos, discursos y escrituras, es un conjunto y una fuente de maravillas. Sin embargo, para lograr un objetivo tan prodigioso ¿qué es lo que hace falta? Una cosa solo: dejar hacer a Dios y hacer todo lo que Él quiere, según el propio estado.
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