La acción divina libera al alma y le evita tener que usar de todos esos medios rastreros e inquietos, tan empleados por la prudencia humana. Todo eso va bien para Herodes y los fariseos, pero los Reyes magos no tienen más que seguir en paz su estrella. Y al niño le basta dejarse llevar en los brazos de su madre. Cuando sus enemigos lleven adelante sus manejos, cuanto más hagan por perjudicarle, hostilizarle y sorprenderle, más libre y tranquilo irá, sin pretender rehuirles, sin tratar de halagarles para evitar sus golpes, envidias y malas intenciones: sus persecuciones le son favorables.
Así vivía Jesucristo en Judea, y así es como vive todavía en las almas sencillas. Sigue siendo generoso, dulce, libre, pacífico, sin temer nada ni necesitar de nadie, viendo todas las criaturas como instrumentos en las manos de su Padre para servirle, unas por sus pasiones criminales, otras por sus santas acciones, aquéllas por sus contradicciones, éstas por su obediencia y fidelidad. Todo viene a ser ordenado maravillosamente por la acción divina, y nada falta ni sobra, ni hay más males o bienes de lo preciso.
La voluntad de Dios dispone en cada momento el instrumento que conviene, y el alma sencilla, sostenida por la fe, encuentra todo bien y no desea ni más ni menos de lo que tiene. Bendice, pues, en todo momento la mano divina, que derrama suavemente sus aguas tan santificantes en el fondo del alma; y así recibe con igual dulzura a los amigos y a los enemigos, pues ésa es la forma que tiene Jesús de tratar como instrumento divino a todas las cosas.
En esa actitud espiritual no se necesita de nadie, y sin embargo de todos se necesita. Hay que recibir la acción divina, cuya ordenación es en todo necesaria, según su calidad y naturaleza, y corresponder con dulzura y humildad. Así lo enseñó San Pablo [1Cor 9,19-23], y así lo había vivido Jesucristo, tratando con sencillez a los sencillos y con bondad a los groseros.
Pertenece exclusivamente a la gracia marcar con ese sello sobrenatural a las almas, distinguiendo y apropiándose maravillosamente de la naturaleza de cada persona. Es esto algo que no puede aprenderse en los libros, pues es verdaderamente un espíritu profético, el efecto de una íntima revelación. Es, en fin, una enseñanza del Espíritu Santo. Y para vivirlo es necesario haber llegado al último grado del abandono, al desasimiento más completo de todo objeto, deseo o interés propio, por santo que sea.
Es preciso tener como único asunto en este mundo el dejarse pasivamente en la acción divina, para entregarse a todo lo que exigen las obligaciones del propio estado, dejando hacer al Espíritu Santo en el interior, sin ir mirando lo que hace, incluso estando bien a gusto de no saberlo. Todo cuando sucede en el mundo es solamente para el bien de las almas fieles a la voluntad de Dios.
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