Para divinizar así todas las cosas y no desviarse ni torcerse, es necesario siempre discernir si la inspiración recibida de Dios, la que como tal entiende el alma, no le separa en absoluto de sus deberes de estado; en cuyo caso, la ordenación de Dios debe ser preferida, sin que haya nada que temer, excluir o distinguir. Es para el alma el momento precioso, el más santificante para ella, y puede estar segura de que así cumple la voluntad de Dios.
Cada santo es santo por el cumplimiento de este mismos deberes a que Dios la aplica. En modo alguno hay que medir la santidad por las cosas mismas, por su naturaleza y cualidades propias, sino por el cumplimiento de esa voluntad divina que santifica el alma, y obra en ella iluminándola, purificándola y mortificándola. Toda la virtud de lo que llamamos santo está, pues, en esta voluntad de Dios. Y así nada se debe buscar, nada rechazar, sino tomarlo todo de su parte y nada sin ella. Libros, sabios consejos, oraciones vocales, afecciones interiores, vienen ordenados por la voluntad de Dios, son todo cosas que iluminan, dirigen, unifican.
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