¡El estado de pura fe es un estado de pura cruz! Todo allí es sombrío, todo es penoso. Es una noche que entenebrece todo lo que se presenta. El alma, es cierto, está resignada, incluso está contenta de la felicidad de Dios, pero no siente nada que no sea un purgatorio, en el que todo lo que siente y percibe es sufrimiento, y el mayor de todos es no hallar en sí misma más que resignación, y tener una tendencia tan fuerte hacia su propia felicidad, como si la de Dios viniera a serle indiferente y lejana.
¡Qué diferencia tan grande hay entre obrar según principios objetivos, por un principio ideal, de imitación o de doctrina, y obrar por el principio de la moción divina! El alma es empujada hacia adelante sin ver el camino abierto ante sus ojos. No va ni por donde ella ha visto, ni según lo que ha leído. Así es como va la acción propia, y no puede ir de otro modo, ni asumir otros riesgos. Pero la acción divina es siempre nueva, no vuelve nunca sobre sus antiguos pasos, y va abriendo siempre caminos nuevos. Las almas que ella conduce no saben dónde van, y sus senderos no están ni en los libros ni en sus reflexiones. La acción divina les va abriendo camino continuamente y entran en él empujadas por su impulso.
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