Pienso yo que si las almas que aspiran a la perfección conocieran bien y practicaran esta doctrina, se evitarían muchos trabajos. Y lo mismo digo de las personas del mundo. Si conociesen las primeras el mérito escondido en sus deberes diarios y en las actividades propias de su estado; y si las segundas entendieran que la santidad consiste muy principalmente en cosas pequeñas, de las que no hacen caso, creyéndolas insignificantes al efecto -pues se han hecho de la santidad unas ideas asombrosas que, por muy buenas que sean, no hacen sino perjudicarles, pues la limitan a lo brillante y maravilloso-; si todas, unas y otras, comprendiesen que la santidad consiste en todas las cruces providenciales de cada momento, las inherentes al estado propio; y que todo eso que no tiene nada de extraordinario puede conducir a la más alta perfección, y que la piedra filosofal es la obediencia a la voluntad de Dios, que transforma en oro divino todas y cada una de sus ocupaciones... ¡qué felices serían! Cómo entenderían que para ser santo no es necesario sino hacer lo que hacen y sufrir lo que sufren. Cómo verían que eso que ellas dejan perder y estiman en nada bastaría para adquirir una santidad eminente.
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