En realidad, es cosa muy vana que el hombre se preocupe. Todo lo que en él sucede es algo semejante a un sueño, en el que una sombra sigue y destruye la sombra precedente, sucediéndose en los que duermen las imaginaciones, unas tristes, otras alegres. El alma no es sino el juguete de estas apariencias que se devoran entre sí. El despertar le hace ver al alma que nada de eso tenía importancia alguna, y ya no se tiene en cuenta de todas esas impresiones ni los peligros ni las felicidades del sueño.
Puede decirse, Señor, que tú tienes dormidos en tu seno a todos tus hijos mientras dura la noche de la fe. Y que te complaces en hacer pasar por sus almas una infinita variedad de sentimientos, que en el fondo no son más que santas y misteriosas ensoñaciones. Éstas, a quienes están sumergidos en esa noche y sueño, causan verdaderos temores, angustias y sufrimientos, que en el día de la gloria tú disiparás y convertirás en verdaderas y firmes alegrías.
Será entonces, al despertar del sueño, cuando las almas santas, completamente lúcidas y libres para discernir, se llenarán de admiración al conocer las sutilezas y las invenciones, las delicadezas y trucos amorosos del Esposo, y entenderán hasta qué punto «sus caminos son inescrutables» [Rm 11,33], verán cómo era imposible descifrar sus enigmas, descubrir sus artimañas, y cómo no había modo alguno de recibir consolación cuando Él quería infundir temor y alarma. Al despertarse,, Jeremías, David y otros como ellos, pudieron ver que aquello que les había desolado inconsolablemente, era motivo de gozo para Dios y sus ángeles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario