Dios muchas veces quiere estar entre nosotros pobremente, sin el acompañamiento de esos signos de la santidad que hacen admirables a los santos. Lo que sucede es que Dios solo quiere ser el único objeto de nuestro corazón, y desea ser Él solo quien nos agrade. Sabe muy bien que somos muy débiles, y que si nos concediera el esplendor de la austeridad y del celo apostólico, de la limosna y de la pobreza, pondríamos en ello parte de nuestro gozo. Pero es el caso que en nuestro camino no hay nada que no nos sea desagradable, y precisamente por este medio es Dios toda nuestra santificación y nuestro apoyo. Y lo único que puede hacer el mundo es despreciarnos y dejarnos gozar en paz de nuestro tesoro.
Dios quiere ser el principio de todo lo que hay en nosotros de santo, y por eso todo lo que depende de nosotros y de nuestra fidelidad activa es tan pequeño y, aparentemente, opuesto a la santidad. Sólo por vía pasiva puede haber algo verdaderamente grande en nosotros. Así que, no nos preocupemos más. Dejemos a Dios el cuidado de nuestra santidad; Él conoce bien los medios. Todos ellos dependen de una solicitud y de una operación singular de su Providencia. Todos ellos operan en nosotros ordinariamente sin que lo sepamos, a través de aquello que más tememos, y por donde menos esperamos.
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