La ordenación de Dios y su voluntad divina es la vida del alma, cualquiera que sea la apariencia en que se le aplique o sea recibida. Cualquier modo de unión de esa voluntad divina con el espíritu alimenta al alma y la hace crecer siempre hacia lo mejor. No es esto ni aquello lo que produce tan felices efectos, es siempre la ordenación de Dios en el momento presente. Aquello que era mejor en el pasado, ya no lo es, porque ya está destituido de la voluntad divina, que se manifiesta ahora bajo otras apariencias para mostrar el deber del momento presente. Y es este deber, cualquiera que sea su apariencia, lo que en el presente viene a ser más santificante para el alma.
Cuando la divina voluntad ofrece la lectura como un deber presente, la lectura produce en el corazón frutos misteriosos. Si manda dejarla para entregarse actualmente a contemplar, esta contemplación forma en el fondo del corazón el hombre nuevo, y la lectura entonces sería no sólo inútil, sino perjudicial. Si esta misma divina voluntad manda dejar la contemplación para atender en confesión a unos penitentes, y esto va a llevar un tiempo considerable, este deber da forma a Jesucristo en el fondo del corazón, y toda la dulzura de la contemplación no serviría más que para destruirla.
La ordenación de Dios es la plenitud de todos nuestros momentos, y fluye bajo mil apariencias diferentes, que forman sucesivamente nuestro deber presente, configurando, acrecentando y consumando en nosotros el hombre nuevo, hasta llegar a la plenitud que la Sabiduría divina nos destina.
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