Jesús nos ha enviado un maestro [el Espíritu Santo] al que nunca escuchamos bastante. Él habla a todos los corazones, y le dice a cada uno la palabra de vida, la palabra única. Pero no se le presta atención. Se pretende saber lo que ha dicho a los otros, pero no escuchamos lo que nos dice a nosotros mismos. Y es que no miramos suficientemente las cosas en la entidad sobrenatural que les es dada por la acción divina. Es siempre preciso recibirla y actuar según su impulso, a corazón abierto, con un ánimo de plena confianza y generosidad, pues ella no puede hacer mal alguno a quienes así la reciben.
La inmensa acción que desde el comienzo de los siglos hasta el fin es siempre en sí la misma se difunde en todos los momentos, y se comunica en su inmensidad e identidad al alma sencilla, que la adora y le ama, y que sólo en ella se goza.
Según decís, estarías encantados de tener una ocasión de morir por Dios. Una entrega de tal heroísmo, una vida de este estilo os sería grata. Perderlo todo, morir abandonado, sacrificarse por los otros, son ideas que os encantan. Pues bien, yo, Señor, te doy gloria, toda la gloria, por tu acción divina, y encuentro en ella toda la felicidad del martirio, el mérito de las penitencias y el valor de los servicios más abnegados al prójimo. Esta acción divina me basta, y de cualquier manera que me haga vivir y morir estoy con ella contento. Me agrada ella misma mucho más que todas las cualidades de sus instrumentos y efectos, porque ella, extendiéndose sobre todas las cosas, todo lo diviniza, cambiándolo todo en sí misma. Todo me es cielo, todos mis instantes diarios son para mí acción divina purísima. Por eso, en la vida y en la muerte, quiero estar contento con ella.
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