La práctica de una teología tan admirable consiste en una cosa tan simple, tan fácil, tan presente, que no hay más que quererla para tenerla. Este desasimiento, este amor tan puro y universal, es actividad y es pasividad; consiste, pues, en aquello que el alma debe hacer con la gracia y en aquello que la gracia debe obrar en ella, sin exigir otra cosa que abandono y consentimiento pasivo, es decir, todo aquello que Dios quiere hacer por sí mismo -eso que la teología mística explica mediante una infinidad de concepciones sutiles, que con frecuencia más vale ignorar, pues para vivirlo sólo se necesita el puro olvido y el abandono.
Al alma le basta con saber lo que debe hacer, que es lo más sencillo del mundo: amar a Dios como a su gran y único todo, estar contenta de cómo es Él, y aplicarse a sus obligados deberes con solicitud y prudencia. Un alma sencilla, por este único ejercicio, por este camino tan recto, tan luminoso y cierto, adelanta con pasos seguros y con toda confianza. Y todas las maravillas explicadas por la teología mística, cruces y favores interiores, son obradas en ella por la voluntad de Dios sin que ella lo sepa, pues no se ocupa de otra cosa que de amar y obedecer.
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