Cuando Dios sorprende a un alma, ésta debe temblar; y cuando la amenaza, ha de anonadarse. No hay más que dejar que actúe y se desarrolle la acción divina, pues ella lleva a lo largo de su curso el mal y la medicina.
Llorad, queridas almas, temblad, pasad por la inquietud y la agonía. No hagáis ningún esfuerzo por evitar estos temblores divinos, estos gemidos celestiales. Recibid en el fondo de vuestras almas las mismas olas que aquel mar de amargura arrojó sobre el alma santa de Jesús. Id siempre adelante y el mismo aliento de gracia que hizo correr vuestras lágrimas ha de secarlas. Se disiparán las nubes, el sol irradiará su luz, la primavera os cubrirá de flores [Cant 2,11-12], y lo que sigue a vuestro abandono os hará encontrar la variedad admirable que lleva en sí el curso de la acción divina.
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