La ordenación de Dios, su voluntad divina, cuando es recibida por un alma fiel, obra en ella este fin divino sin que ella lo sepa, como una medicina tomada por obediencia obra la salud en un enfermo, sin que él sepa ni pretenda saber nada de medicina. Así como el que calienta es el fuego, y no la filosofía y la teoría científica sobre este elemento y sus efectos, así es en la ordenación de Dios: es su voluntad la que obra la santidad en nuestras almas, y no las curiosas especulaciones que podamos hacer sobre ese principio y ese fin.
Cuando se tiene sed, para saciarla, es preciso dejar los libros que explican ese fenómeno, y beber. La curiosidad de saber sólo es capaz de aumentar la sed de conocer. Del mismo modo, cuando se está sediento de santidad, la mera curiosidad de saber sólo consigue alejarla. Hay que dejarse de especulaciones interminables, y beber sencillamente todo cuanto el orden de Dios nos presenta para hacer o sufrir. Eso que nos va sucediendo en cada momento por la providencia de Dios es para nosotros lo más santo, lo mejor y más divino.
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