El reino de la fe se establece sobre la muerte de los sentidos, sobre su despojamiento, vacío y mortificación; pues mientras que los sentidos adoran las criaturas, la fe adora solamente la voluntad de Dios. Derribad los ídolos de los sentidos, aunque éstos lloren como niños desesperados, y que la fe triunfe, pues no puede separársele de la voluntad de Dios. Y cuando el momento presente aflige, oprime, despoja, abruma todos los sentidos, entonces es cuando alimenta, enriquece y vivifica la fe, que se ríe de todas esas pérdidas, como el gobernador de una plaza inexpugnable ante tantos asaltos inútiles.
El alma que se entrega totalmente a la voluntad de Dios, que se le ha revelado, conoce que Dios se le ha entregado a su vez, porque en toda ocasión experimenta su auxilio poderoso. Y gozo de la felicidad de esta venida de Dios a ella con tanta más dulzura, cuanto mejor comprende el bien inmenso que le produce abandonarse siempre y en todos los momentos a esa voluntad adorable.
¿Pensáis que el alma juzga las cosas como aquellos que las miden por los sentidos y que ignoran el tesoro inestimable que ellas encierran? Aquél que sabe que tal persona es el rey disfrazado, le recibe y trata de modo muy diverso que aquel otro que, no viendo más que la figura de un hombre ordinario, le trata según su apariencia. Igualmente el alma que ve la voluntad de Dios en todas las cosas, hasta en las más pequeñas, lamentables y mortales, las vive y recibe todas con un gozo, con una alegría y con un respeto siempre igual. Y abre todas sus puertas para recibir con honor las mismas cosas que otros temen y procuran evitar. Y mientras los sentidos, al no ver sino cosas miserables, las desprecian, el corazón reconoce bajo esa presentación tan pobre al rey majestuoso, y le respeta tanto más cuanto que ha venido en forma tan pobre y secreta, y le ama por eso con un amor más tierno y ardiente.
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