Toda nuestra ciencia consiste en conocer esta disposición divina del momento presente. Por ejemplo, cualquier lectura que no se haga por voluntad de Dios, ciertamente será dañosa. El orden y la voluntad de Dios es la gracia, que obra en el fondo de nuestros corazones al leer, lo mismo que durante todas las otras cosas que vamos haciendo, y no por sí mismas las ideas, especies o lecturas, pues si éstas no son portadoras de la virtud vivificante de la disposición ordenada por Dios, solamente son letra muerta, que vacía el corazón, al mismo tiempo que hincha el espíritu [1Cor 8,1].
Por el contrario, cuando esta voluntad divina fluye en el alma de una sencilla muchacha ignorante, a través de sufrimientos y acciones muy concretos, en la turbulencia de la vida diaria, obra en el fondo de su corazón ese fin misterioso del ser sobrenatural, sin que su espíritu reciba ninguna idea natural. En cambio, el hombre soberbio, que estudia los libros espirituales por vana curiosidad, y no por impulso de la voluntad de Dios, no recibe más que letra muerta en su espíritu, y éste se deseca y endurece cada vez más.
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