Y este misterioso crecimiento «en la edad de Jesucristo» [Ef 4,15] es el fin producido por la ordenación de Dios, es el fruto de su gracia y de su voluntad. Este fruto se produce, crece y se alimenta por el cumplimiento de aquellos deberes sucesivos, que la voluntad del mismo Dios nos presenta, de tal modo que cumpliéndolos en esta santa voluntad es siempre lo mejor. Así pues, no hay más que dejar obrar a la voluntad divina, abandonándose ciegamente en una confianza perfecta. Ella es infinitamente sabia, infinitamente potente, infinitamente benéfica para aquellas almas que esperan totalmente en ella sin reservas, que no aman ni buscan sino a ella sola, y que creen con una fe y una confianza inquebrantables que lo que ella hace en cada momento es lo mejor, sin buscar en otra parte más o menos, sin andar evaluando los diversos aspectos materiales de la ordenación divina, en lo que solamente habría una pura búsqueda del amor propio.
Lo verdaderamente esencial y real, la virtud de todas las cosas, lo que las arregla y hace favorables para el alma, es la voluntad de Dios, sino la cual todo es vacío, nada y mentira, vanidad, letra, corteza y muerte. La voluntad de Dios es, en cambio, salvación, salud, vida del cuerpo y del alma, cualquiera que sea la experiencia bajo la cual se les aplique. Que el espíritu tenga las ideas que prefiera, que el cuerpo sienta lo que pueda, sufra el espíritu distracciones y turbaciones, padezca el cuerpo una enfermedad mortal, sin embargo, esta divina voluntad es siempre, en el momento presente, la vida del cuerpo y del alma, porque, después de todo, uno y otra, en cualquier estado en que se encuentren, están siempre sostenidos por ella.
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