Esto es, al menos, lo que llega a los oídos del alma, y si tiene el valor de no inmutarse por el ronco gruñido de truenos y relámpagos, tempestades y rayos, y marcha con paso firme por el sendero del amor y de la obediencia al deber y a la gracia presente, puede decirse que el alma se hace semejante a Jesús, y que está participando del estado de su Pasión, durante la cual este divino Salvador camina serenamente en el amor de su Padre y en la sumisión a su voluntad, dejándose hacer aquello que en apariencia parece lo más contrario a la dignidad de un alma tan santa como la suya.
Los Corazones de Jesús y de María afrontan el rugido de esta noche tan obscura, y dejan que el huracán les envuelva en su torbellino. Un diluvio de calamidades, todas ellas aparentemente opuestas a los designios de Dios y a su voluntad, hunden en el abismo las almas de Jesús y de María, y, sin embargo, sacando ánimos de la flaqueza, siguen caminando sin venirse abajo por el camino del amor y de la obediencia. Fijan sus ojos solamente en aquello que deben cumplir y, dejándole hacer a Dios, que les está mirando, sienten sobre sí todo el peso de esta acción divina. Gimen bajo este peso, pero ni vacilan con dudas, ni se detienen un solo instante. Tienen fe en que todo irá bien, con tal de que el corazón deje obrar a Dios y permanezca en su camino.
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