La sabiduría del alma fiel a sus obligaciones, tranquilamente sometida a las mociones íntimas de la gracia, dulce y humilde con todos, vale mucho más que la más profunda penetración de los mayores misterios. Si sólo viéramos la oculta acción divina en todo el orgullo y dureza de las criaturas, la recibiríamos con dulzura y respeto. Sus desórdenes, por aparatosos que sean, son incapaces de romper el orden divino.
Por eso, dulce y humildemente, nunca hay que dejar esa unión con la acción divina que esas cosas implican consigo y comunican. Como tampoco hay que detenerse a mirar la vía que siguen, sino asegurarse en el propio camino. De este modo es como, ajustándose suavemente a las cosas, caen los cedros y se derriban las rocas que no nos dejaban pasar.
Si queremos vencer infaliblemente a todos nuestros adversarios, basta que les opongamos estas armas. Jesucristo nos las ha puesto en las manos para que nos defendamos, y nada debemos temer si nos servimos de ellas sin cobardía, con generosidad, pues en eso consiste la acción de los divinos instrumentos. Es Dios quien hace lo sublime y maravilloso, y jamás una acción particular que haga la guerra a Dios puede resistir a quien está unido a la acción divina por la dulzura y la humildad.
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