jueves, 25 de junio de 2020

9.4. María, Jesús, los Magos, los pastores

Yo no soy capaz de expresar lo que el corazón siente cuando recibe la voluntad de Dios en forma tan empequeñecida, tan pobre, tan aniquilada. Ah, hasta dónde penetra en el hermoso corazón de María esta pobreza de Dios, este anonadamiento que llega a nacer en un pesebre, reposar sobre un poco de paja, llorando, temblando. Preguntad a la gente de Belén, a ver qué piensan ellos. Si este niño estuviera en un palacio, rodeado de un lujo principesco, sin duda que le prestarían su homenaje. Pero preguntad a María, a José, a los Magos, a los pastores, qué piensan. Os van a decir que en esta pobreza extrema encuentran un misterio que les manifiesta aún más la grandeza y la amabilidad de Dios. Eso mismo que defrauda a los sentidos, es lo que eleva, acrecienta y enriquece la fe. Lo que menos nutre los sentidos, más alimenta la fe.

Adorar a Jesús en el Tabor, amar la voluntad de Dios en las cosas extraordinarias, todo eso no indica tanto una vida excelente de la fe como amar la voluntad de Dios en las cosas comunes, y adorar a Jesús puesto en la cruz, pues la fe no alcanza su plena excelencia sino cuando lo que parece a los sentidos la contradice, y pugna por destruirla. Es precisamente esta guerra que le hacen los sentidos lo que ocasiona las más gloriosas victorias de la fe.

Encontrar igualmente a Dios en las cosas pequeñas y comunes o en las grandes eso es tener una fe no común, sino grande y extraordinaria. Contentarse con el momento presente, eso es gozar y adorar la voluntad divina en todo aquello que es preciso sufrir y hacer en las cosas, que en su paso sucesivo constituyen el momento presente. Las almas sencillas, por la vivacidad de su fe, adoran a Dios igualmente en todas las situaciones, hasta en las más humillantes, y nada escapa a la lucidez de su fe. Cuanto más protestan los sentidos -«ahí no puede estar Dios»-, con más amor reciben esa bolsita de mirra que Dios le da; nada les confunde, nada les disgusta.

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