La fe es el intérprete de Dios, que nos traduce el lenguaje de las criaturas, y si ella, como en una escritura cifrada, no podríamos ver más que miseria y muerte. La fe contempla la llama de fuego que arde en la zarza de las espinas, interpreta las cifras enigmáticas, alcanza a ver gracias y perfecciones divinas en el galimatías y el barullo de las criaturas. Y así la fe da a toda la tierra un aspecto celestial. Gracias a ella el corazón se eleva y se hace capaz de entenderse con el cielo. Y de este modo, todos los momentos son revelaciones que Dios le hace.
Todo lo que vemos de extraordinario en la vida de los santos, visiones, palabras interiores, no es sino un destello de la excelencia de su continuo estado oculto en el ejercicio de la fe. Esta fe experimenta esas elevaciones, puesto que vive de la posesión del dicho estado oculto de fe en todo lo que acontece momento a momento. Cuando a veces surge un esplendor visible, no es porque la fe se viera hasta entonces carente de él, sino para manifestar su excelencia y atraer a las almas. Igualmente, la gloria del Tabor o los milagros de Jesucristo no significaban un acrecentamiento de su excelencia, sino que eran resplandores de vez en cuando irradiados desde la nube obscura de su Humanidad, para hacerla amable a los hombres.
Lo maravilloso de los santos es su visión continua de fe en todas las cosas. Sin ella, todo vendría a devaluar su santidad. Esa fe amorosa, que les permite unirse a Dios en todas las cosas, hace que su santidad no esté nunca necesitada de lo extraordinario. Si a veces esto viene a ser útil, es en favor de los otros, que pueden necesitar estos signos y señales. Pero el alma de fe, contenta en su oscuridad, deja para el prójimo todo lo sensible y extraordinario, y toma para sí lo más común, la voluntad de Dios, centrándose en la ordenación divina, en la que se esconde sin deseos de manifestarse.
La fe genuina no necesita en absoluto de pruebas, y aquéllos que la necesitan no anda muy sobrados de fe. Los que viven de la fe reciben las pruebas no como pruebas que ayuden a creer, sino como ordenaciones de la voluntad de Dios. Y en este sentido no hay contradicción alguna entre el estado de pura fe y esas cosas extraordinarias que se hallan en muchos santos, a los que Dios alza para la salvación de las almas, como luces para iluminar a los más vacilantes. Así eran los profetas, los apóstoles y todos los santos que Dios ha elegido para ponerlos sobre el candelero [Mt 5,15]; siempre los ha habido, y siempre los habrá. Pero en la Iglesia hay también una infinidad de santos que viven ocultos, pues están destinados a brillar en el cielo, y en esta vida no irradian luces especiales, sino que viven y mueren en una gran obscuridad.
Sólo la fuente puede saciar la fe, pues los arroyos sólo sirven para acrecentarla. Si queréis pensar, escribir, vivir como los profetas, apóstoles y santos, no tenéis más que abandonaros a la acción de Dios, como ellos lo hicieron.