Si uno no recibe los talentos propios de un estado, recibirá los peculiares de otro. Unos estarán en pura fe, otros en otra situación de espíritu. En la misma naturaleza creada, cada criatura tiene lo que conviene a su especie: cada flor tiene su encanto, cada animal su instinto, cada criatura su perfección. Así, en cada estado diverso de la vida espiritual, cada persona tiene su gracia específica, y cada uno está contento si su buena voluntad sabe acomodarse al estado elegido para él por la Providencia.
Desde que esta buena voluntad nace en el corazón de un alma, ésta se sumerge en la acción divina y ésta obrará más o menos en ella, según esté más o menos abandonada. Por lo demás, el arte de abandonarse no es otro que el arte de amar. El amor encuentra a Dios en todo, y nada le rehusa. ¿Cómo rehusarlo? El amor no puede pretender otra cosa que lo que quiere el amor.
Cuando Dios actúa en el hombre sólo tiene en cuenta la buena voluntad. Y la capacidad de las otras potencias no le atraen, ni su incapacidad le alejan. Cuando Él encuentra un corazón bueno y puro, recto y simple, dócil, filial y respetuoso, ya no necesita más, sino que se apodera de ese corazón, posee todas y cada una de sus potencias, y va concertando todo tan a favor del alma, que en todas las circunstancias halla ésta cómo santificarse. Y aquello mismo que es veneno mortal para otros, resulta inocuo por completo cuando actúa el contraveneno de la buena voluntad.
Si el alma llega al borde de un precipicio, la acción divina le sujeta; y si en él cayera, suspendería su caída. Y aún si cayera del todo, ella le levantará. Después de todo, las faltas de estas almas no suelen ser sino faltas de debilidad, cometidas con poca advertencia; y el amor sabe siempre transformarlas para su provecho espiritual.
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