sábado, 4 de julio de 2020

4.7. Fe y abandono entre tormentas

Dejando aparte las enfermedades evidentes que, por su naturaleza, obligan a permanecer en cama y a tomar las medicinas convenientes, todos esos otros temores y desfallecimientos de las almas que viven en el abandono no son más que ilusiones y apariencias que se deben superar con la confianza. Dios las permite o las envía para ejercitar esa fe y ese abandono, que son la medicina verdadera. Por tanto, sin prestarles mayor atención, deben proseguir generosamente su camino en medio de las vicisitudes y sufrimientos que Dios les envía, sirviéndose sin dudarlo de su cuerpo con toda libertad, como se hace con los caballos de alquiler, que no valen más que para trabajar, y que se les trata sin mayores cuidados. Esto da mejor resultado que las delicadezas, que no sirven más que para debilitar al espíritu. Esta fortaleza de espíritu tiene una virtud oculta para sostener un cuerpo débil. Y vale mucho más un año de vida noble y generosa, que un siglo de temores y cuidados.

Más aún, quien vive abandonado en Dios debe procurar mantener habitualmente en su exterior el aspecto de un niño dócil y amable, porque ¿hay algo que temer cuando se avanza bajo la guía de Dios? Guiados, sostenidos y protegidos por Él, nada deben presentar sus hijos en su exterior que no se vea lleno de ánimo. ¿Qué importancia tienen los objetos espantosos que se encuentran en el camino? Si Dios los guía por allí, sólo es para embellecer sus vidas con gloriosas hazañas. Si los mete en problemas de toda clase, donde la prudencia humana no ve ni imagina salida alguna, es para que sientan toda su flaqueza y se vean incapaces y confundidos. Entonces es cuando la Providencia divina manifiesta en todo su esplendor lo que es para aquellos que se abandonan totalmente a ella, y los libra de modos mucho más maravillosos que cuantos pudieran inventar los historiadores fabulosos, cuando, esforzando su imaginación en la comodidad y sosiego de sus escritorios, discurren las intrigas y peligros de sus héroes imaginarios, para concluir felizmente sus vanas historias.

Sí, la divina Providencia conduce las almas con habilidad mucho más prodigiosa y admirable por medio de muertes, peligros y monstruos, infiernos, demonios y sus trampas, y eleva hasta el cielo a estas almas, que son materia después de aquellas historias místicas, incomparablemente más bellas y curiosas que todas cuantas puedan inventar las más cavilosas imaginaciones humanas.

Vamos, pues, alma mía. Atravesemos los peligros y horrores, que no pueden dañarnos mientras nos hallemos conducidos y sostenidos por la mano segura e invisible, pero omnipotente e infalible, de la divina Providencia. Vamos sin miedo, dirigiéndonos a nuestra meta con paz y alegría, haciendo materia de victoria de todo cuanto se nos vaya presentando. Para combatir y vencer nos hemos alistado bajo las banderas de Jesucristo. «Salió como vencedor, y para seguir venciendo» [Apoc 6,2]. Contaremos tantos triunfos como pasos demos bajo su guía.

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