En esta disposición feliz, creo que es para mí un deber, que cumplo gustoso, «llorar con los que lloran, alegrarme con los alegres» [Rm 12,15], hablar a los ignorantes en su lenguaje, y emplear con los sabios términos doctos y elegantes. Quiero hacer ver a todos que todos pueden pretender no las mismas cosas, pero sí un mismo amor, un mismo abandono, un mismo Dios, una misma docilidad a su acción, y que todos puedan llegar así a una gran santidad.
Aquello que decimos gracias y favores extraordinarios se denomina así por el escaso número de almas que por una fidelidad constante se hacen dignas de recibirlos. El día del juicio se entenderá bien. Entonces se verá muy claramente que esto no viene de que Dios no quiera comunicarlas, sino sólo por culpa de quienes se vieron privados de estos divinos dones. ¡A qué sobreabundancia de bienes se abre el seno de quien mantiene siempre constante la sumisión total de una buena voluntad!
Cuando nuestro divino Salvador vivía entre los hombres, los que no le veneraban, los que no ponían en Él su confianza, eran los únicos que no disfrutaban de los favores que a todos dispensaba. Y esto sólo ha de atribuirse a sus malas disposiciones. Es cierto también que no todos pueden aspirar a los mismos estados sublimes, a los mismos dones y grados de excelencia; pero si todos, fieles a la gracia, correspondiesen en su medida, todos estarían contentos, porque llegarían todos al nivel de excelencia y de gracia que satisfaría plenamente sus deseos. Y estarían contentos según naturaleza y según gracia, porque la naturaleza y la gracia se confunden en el mismo deseo anhelante que del fondo del corazón se alza hacia tan preciosos dones.
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