Vayamos adelante en la contemplación de la acción divina. Lo que ella quita en apariencia a la buena voluntad, se lo vuelve a dar secretamente, de modo que nunca le falte lo necesario. Pongo un ejemplo. Imaginad que alguien ayudara a un amigo por medio de unas donaciones, dejándole entrever que proceden de él; y que, en un momento dado, por el bien de ese amigo, y aparentando no querer obligarle más, no dejara tampoco de ayudarle, pero ahora sin darse a conocer. E amigo, sin sospechar el truco y este secreto de su amistad, se quedaría molesto. ¡Qué de cavilaciones! ¡Qué de pensamientos sobre la conducta del bienhechor!
Pero imaginad que el misterio un día se desvelara. Sólo Dios sabe qué sentimientos se alzarían a un tiempo de su alma: gozo, ternura, enternecimiento, agradecimiento, amor, confusión, admiración. ¿No crecería con esto el ardor de su afecto amistoso? ¿Y esta prueba no le afirmaría en su adhesión a él, haciéndole más fuerte frente a futuras posibles sorpresas?
La aplicación es fácil. Cuanto más parece perderse con Dios, más se gana. Cuanto más Él reduce en lo natural, más da en lo sobrenatural. Se le amaba antes un tanto por sus dones; parecen faltar sus dones, y finalmente se viene a amarle por Él mismo. Es así, por la aparente sustracción de sus mismos dones, por lo que Él prepara el alma para este don, que es el mayor y el más amplio de sus dones, pues los comprende todos.
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