En el abandono, pues, el alma deja que Dios actúe en todo lo demás, guardándose sólo para sí el amor y la obediencia al deber presente, pues en esto el alma actuará siempre. Este amor del alma, infuso en el silencio, es una verdadera acción, a la que ella se obliga perpetuamente. Debe, en efecto, conservarla sin cesar y mantenerse continuamente en estas disposiciones en que el deber la pone, lo cual el alma no puede hacer, evidentemente, sin actuar. Y así esta obediencia al deber presente es al mismo tiempo una acción por la que ella se consagra entera a la voluntad exterior de Dios, sin esperar nada extraordinario.
Ésta es, pues, la regla, el método, la ley, la vía pura, sencilla y segura de esta alma: una ley invariable, que está vigente en todo tiempo, lugar y circunstancia de vida. Es una línea recta, por la que el alma camina valiente y fielmente, sin desviarse a derecha o a izquierda, y sin ocuparse de otra cosa. Y todo lo que vaya más allá de esto es recibido por ella pasivamente y realizado en el abandono. Es decir, es activa en todo lo que viene prescrito por el deber presente, y es, en cambio, pasiva y abandonada en todo lo demás, en lo que no hace nada por sí misma, sino acoger en paz la moción divina.
No hay camino espiritual que sea más seguro que esta sencilla vía, ni que sea tan claro y fácil, tan amable y tan libre de errores e ilusiones. La persona ama a Dios, cumple sus deberes cristianos, frecuenta los sacramentos, practica las obras exteriores de religión que obligan a todos, obedece a sus superiores, cumple sus deberes de estado, resiste continuamente las tentaciones de la carne, la sangre y el demonio. Nadie, en efecto, es más atento y vigilante para cumplir con sus obligaciones que las almas que van por esta vía.
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