Él vivifica así bajo las sombras, cuando los sentidos se ven aterrorizados, y es entonces la fe la que, llena de valor y seguridad, obtiene de cuanto sucede lo bueno y lo mejor. La fe sabe que la acción divina todo lo dispone y conduce, menos el pecado, y por eso entiende que es su deber adorarla en todo cuanto sucede, amarla y recibirla siempre con los brazos abiertos. La persona cobra así en todo un aire alegre, de confianza, elevándose en todas las cosas por encima de unas apariencias que sólo sirven para las victorias de la fe. Éste es el medio que yo os doy para honrar a Dios y tratarlo como a Dios.
Vivir de la fe es, pues, vivir la alegría, la seguridad, la certeza, la confianza de que todo lo que es preciso hacer o sufrir en cada momento es por disposición de Dios. Y si a veces este designio resulta incomprensible, es para animar y fortalecer esta vida de fe; para eso Dios hace entrar al alma en medio de estas olas tumultuosas de tantas penas y turbaciones, contradicciones, desfallecimientos y fracasos. En efecto, es precisa la fe para encontrar a Dios en todo eso, y hallar esta vida divina que ni se ve ni se siente, pero que se da en todo momento de forma desconocida, pero bien cierta. La apariencia de muerte en el cuerpo, de condenación en el alma, de trastorno en las empresas, eso es lo que alimenta y sostiene la fe. Ella atraviesa todo eso y llega a apoyarse en la mano de Dios, que le da la vida en todo aquello en lo que no haya pecado cierto. Por eso es necesario que el alma de fe camine siempre segura, tomando todo como un velo y disfraz de Dios, cuya presencia más íntima estremece y atemoriza las potencias.
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