sábado, 4 de julio de 2020

4.2. Impulso continuo de gracia

Cuando uno no se gobierna por sus propias ideas, no necesita defenderse con palabras. Nuestras palabras no pueden expresar más que las ideas que concebimos; y si no existen estas ideas, tampoco hay palabras, porque ¿para qué servirían? ¿Para dar razón de lo que se hace? Pero si es que el ama no conoce esa razón, que permanece oculta en el principio que le hace actuar, y del que sólo siente el impulso de una manera inefable. Es preciso, pues, dejar que cada momento sostenga la causa del momento siguiente; y todo se sostiene en este encadenamiento divino, todo resulta firme y sólido, y la razón de lo que precede se ve por el efecto de lo que le sigue.

Quedó atrás una vida de pensamientos, imaginaciones, una vida de palabras múltiples. Ya no es todo eso lo que ocupa al alma, lo que la alimenta y entretiene. Ya ella no se mueve ni se sostiene con esas cosas. El alma no ve ni prevé ya por dónde habrá de avanzar. No se ayuda ya con reflexiones para animarse al trabajo y aguantar las incomodidades del camino, y va pasando por todo en el sentimiento más íntimo de su debilidad. El camino se va abriendo a su paso, entra en él, y por él marcha sin ninguna vacilación. Esta alma es pura y santa, simple y verdadera: camina por la línea recta de los mandamientos de Dios, en una continua adhesión al mismo Dios, que incesantemente encuentra en todos los puntos de esta línea.

No se entretiene ya en buscar a Dios en los libros, en las infinitas cuestiones y en la vicisitudes interiores. Abandona el papel y las discusiones, y Él se da al alma y viene a encontrarla. No sigue buscando ya caminos y vías que le conduzcan, pues el mismo Dios le traza el camino, y a medida que ella avanza, lo encuentra claro y abierto. Así es que todo lo que le queda por hacer es mantenerse bien asida de la mano de Dios, que se le ofrece directamente a cada paso y en cada momento, en los diversos objetos que encuentra día a día, y que se van presentando sucesivamente.

El alma sólo tiene, pues, que recibir la eternidad divina en el deslizamiento de las sombras del tiempo. Estas sombras varían, pero el Eterno que ocultan es siempre el mismo. Por eso el alma, sin apego a nada, debe abandonarse en el seno de la Providencia, seguir constantemente el amor por el camino de la cruz, de los deberes ciertos y de las mociones indudables.

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