Y si ésta es la verdad, ¿cómo es posible que tantas veces sean objeto de contradicción? Una de las contradicciones que más frecuentemente han de sufrir consiste en que, después de que han cumplido con lo que los doctores más estrictos exigen de todos los cristianos, todavía se pretende imponerles ciertas prácticas enojosas, a las que la Iglesia no obliga en modo alguno. Y si ellas se resisten, son acusadas de espiritualidad ilusoria.
Pero analicemos el asunto. Si un cristiano se limita a los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y en todo lo demás, sin meditaciones y contemplaciones, sin lecturas ni dirección espiritual, se entrega al trato mundano o a otros asuntos de la vida civil ¿puede decirse que va descaminado? A nadie se le ocurre ni remotamente acusarle de ello. Pues bien, comprendamos que mientras no se moleste para nada al cristiano que acabo de describir, es de justicia no inquietar a esta alma que, no solamente cumple los preceptos como aquél, e incluso mejor, sino que añade prácticas interiores y exteriores de piedad, que el otro ni siquiera conoce o, si las conoce, las mira con indiferencia.
A pesar de todo, el prejuicio llega a afirmar que esta alma se engaña, se equivoca, pues después de someterse a todo lo que la Iglesia prescribe, se considera libre para entregarse sin trabas a los íntimos impulsos de Dios, y para seguir las mociones de su gracia en todos los momentos en los que no se ve expresamente obligada a nada concreto. En una palabra, se le condena porque se dedica a amar a Dios en el tiempo que otros dedican al juego o a sus asuntos mundanos. ¿No es esto una injusticia manifiesta?
Es preciso insistir en ello. Si uno se mantiene en el nivel y estilo comunes, aunque sólo se confiese una vez al año, nadie tiene nada que decir, y se le deja vivir en paz, contentándose eventualmente con exhortarle a algo más, eso sí, sin presionarle demasiado y sin hacérselo sentir como una obligación. Ahora bien, si alguno se sale de la costumbre común, enseguida se le abruma con normas, reglas y métodos. Y si él no pasa por ello, y no acepta lo que el arte de la piedad ha establecido, o si no lo observa con constancia, la cosa es clara: todos temen por él, y su camino resulta claramente sospechoso. Ahora bien, ¿no es cosa sabida que todas las prácticas, por buenas y santas que sean, no son, después de todo, sino caminos que conducen a la unión con Dios? ¿Para que, pues, ha de ejercitarse en ellas aquél que no está ya en el camino, sino en la meta?
Todo esto, sin embargo, se le exige a esta alma, que se supone víctima de engañosas ilusiones. En realidad ella hizo el camino como los demás, siguiendo al principio fielmente todas las prácticas normales. Pero ahora van a esforzarse en vano quienes pretendan que siga sujeta a ellas. Una vez que Dios, conmovido por los esfuerzos que ella hizo para avanzar con esos medios, ha venido junto a ella, tomando a su cargo conducirla a la feliz unión; una vez que ella ha llegado a esa hermosa zona, en la que solamente se respira el abandono, y en donde comienza a poseerse a Dios por el amor; una vez, en fin, que Dios bondadoso, sustituyendo sus empeños y esfuerzos, se ha hecho principio de su actividad, ya los pasados métodos han perdido para ella toda su utilidad, y no son más que un camino ya recorrido, que quedó atrás. Exigirle, pues, al alma que vuelva a adoptar aquellos métodos o que continúe siguiéndolos, equivale a pretender que abandone el término al que llegó, para volver al camino que a él le condujo.
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