No hay corazón más valiente que un corazón lleno de fe, que no ve más que vida divina en los trabajos y peligros más mortales. Si fuera preciso beber un veneno, atravesar la brecha de un muro, servir como esclavo entre los apestados, en todo eso encontrará una plenitud de vida divina, que se le da no solamente gota a gota, sino que, en un instante, inunda y sumerge el alma. Un ejército de soldados semejantes resultaría invencible. Y es que el impulso de la fe eleva el corazón y lo dilata más allá y por encima de todo lo que se presente.
La vida de la fe o el instinto de la fe son una misma cosa. Este instinto hace gozarse en la bondad de Dios, es una confianza fundada en la esperanza de su protección, que vuelve agradable todo y que hace recibir todo con buen ánimo; es, pues, una indiferencia que nos dispone a todos los lugares, a todos los estados y a todas las personas. La fe nunca es desgraciada, nunca enferma, ni nunca está en pecado mortal. La fe viva está siempre en Dios, siempre en su acción, más allá de las apariencias contrarias que oscurecen los sentidos. Y cuando éstos, espantados, le gritan de pronto al alma: «¡desgraciada, estás perdida, ya no hay solución!», la fe al instante afirma con una voz más fuerte: «aguanta firme, avanza, y no temas nada».
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