viernes, 3 de julio de 2020

5.11. Un corazón puro

Que los demás, Señor, te pidan toda clase de bienes; yo no te pediré más un solo don. Que multipliquen sus palabras y ruegos; yo, Dios mío, no te haré más que una sola súplica: «dame un corazón puro» [Sal 50,12]. ¡Oh, corazón puro, qué feliz es el que te posee! Él ve dentro de sí a Dios, por la viveza de su fe. Le ve en todas las cosas y en todos los instantes, obrando dentro y fuera de él. Se ve siempre como su instrumento, guiado y conducido por Él en todo. Cierto es que casi nunca piensa en ello, pero Dios piensa por él. Aquello que sucede y ha de suceder por una ordenación providencial, basta con desearlo, pues Él comprende nuestra disposición.

En su pura sencillez, si el corazón intenta precisar este deseo, no alcanza a verlo; pero Dios lo ve y lo conoce. En fin, ¿sabes lo que es un corazón bien dispuesto? Es un corazón en el que Dios habita, y viendo todas sus inclinaciones, Él sabe bien que está siempre sometido a su beneplácito. Él conoce también que ese corazón apenas sabe lo que le es propio, y por eso Dios se encarga de dárselo. A este corazón no le importan las contrariedades. Quiere ir al Oriente, y Dios le conduce al Occidente. Iba a dar contra un escollo, el timón se vuelve y lo lleva al puerto. Sin conocer mapa ni camino, vientos o mareas, sin nada de ésto, siempre sus viajes terminan felizmente. Si se le cruzan los piratas en el mar, un golpe de viento inesperado le pone fuera de su alcance.

¡Oh buena voluntad, corazón puro! Qué sabiamente Jesús reconoció tu lugar al colocarte entre las bienaventuranzas [Mt 5,8]. ¡Qué mayor felicidad que la de poseer a Dios y ser al mismo tiempo poseído por Él! Estado maravilloso y lleno de encanto, en el que se duerme tranquilamente en el seno de la Providencia, se juega inocentemente con la divina Sabiduría [Prov 8,30], sin inquietud alguna sobre lo acertado de su curso, que no sufre ninguna interrupción y que se cumple siempre felizmente, a través de escollos, piratas y continuas tempestades.

¡Oh corazón puro, buena voluntad! Tú eres el verdadero fundamento de todos los estados espirituales. Es a ti a quien son comunicados los dones maravillosos de la pura fe, la esperanza, la pura confianza y el puro amor. En tu tronco brotan las flores del desierto, esas gracias tan preciosas que no suelen florecer sino en aquellas almas perfectamente desasidas, en las que Dios, como en una casa deshabitada, establece su morada, excluyendo a todo otro morador.

Tú eres esa fuente abundante de donde manan todos los arroyos que riegan el vergel del Esposo y amenizan el jardín cerrado de la Esposa. ¡Ah! con qué verdad puedes decir a las almas todas: Consideradme bien, y veréis que soy padre del amor hermoso, amor que distingue lo más perfecto y lo abraza. Yo soy el que hago nacer el temor dulce y fuerte, que da horror al mal y lo evita sin turbación. Yo soy el que enciende las luces que nos descubren las grandezas de Dios y la hermosura de la virtud que le honra. Yo soy, en fin, quien suscita los ardientes deseos que, acompañados de la santa esperanza, animan a practicar constantemente el bien, a la espera de aquel Dios cuya posesión un día debe hacer, como ahora pero mucho más gozosamente, la felicidad de estas almas fieles.

Y tú, corazón bueno, tú puedes convidar a todos para enriquecerlos con tus inagotables tesoros. A ti van a dar todos los estados y caminos espirituales, y es en ti donde ofrecen esa belleza, atracción y encanto que de ti proceden. Los frutos maravillosos de gracias y virtudes de toda clase, que resplandecen y alimentan, proceden de tus ricos plantíos. Tú eres «la tierra que mana leche y miel» [Sir 46,8], tus pechos destilan néctar delicioso, en tu seno descansa «la bolsita de mirra» [Cant 1,13], y de tus dedos fluye con abundancia y pureza el vino delicioso con que el Esposo convida a sus amigos [5,5].

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