Cada momento va urgiendo la acción de cada una de las virtudes. Y el alma abandonada responde con fidelidad en cada instante, de modo que aquello que ha leído o escuchado lo tiene tan presente, que el novicio más abnegado no cumple mejor que ella sus deberes. Eso lleva consigo, por ejemplo, que estas almas son llevadas una vez a esta lectura, otra vez a otra, o bien a hacer tal observación o cierta reflexión sobre sucesos mínimos. En un momento concreto, les da Dios aliciente para instruirse en una doctrina, y en otro va a sostenerles en la práctica de la virtud.
En todas las cosas que van haciendo estas almas, no sienten sino la moción interior para hacerlas, sin saber por qué. Todo lo que podrían decir vendría a ser: «Me siento inclinado a escribir, a leer, a preguntar, a mirar tal cosa. Sigo esta atracción, y Dios, que me la da, pone en mis potencias un fondo y una reserva de cosas particulares, para ser en seguida el instrumento de otras inclinaciones, que me darán el uso de esa riqueza y reserva, para mi provecho y el de los demás».
Esto requiere que estas almas sean sencillas, dúctiles, ligeras y dóciles al menor soplo de estos impulsos íntimos, casi imperceptibles. Dios, que es su Señor, tiene derecho a aplicarlas a todo lo que sea para su gloria. Y si ellas pretenden resistir esas mociones, aferrándose a las reglas de vida por las que se rigen las almas que avanzan con esfuerzo y modos propios, se privarían así de mil cosas necesarias para cumplir los deberes de los días futuros.
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