Vamos pues, almas queridas, corramos, volemos al lado de esta Madre amorosa que nos llama. Vayamos al instante, y perdámonos en Dios, en su mismo corazón, embriagándonos con el licor de esta buena voluntad. Tengamos en el corazón la llave de los tesoros celestiales, y emprendamos ahora mismo nuestro camino hacia el cielo, sin temor alguno de encontrarlo cerrado: esa llave nos abrirá todas las puertas. No habrá lugar, por secreto que sea, donde no nos sea dado penetrar. Nada estará cerrado para nosotros, ni el jardín [de la Esposa: Cant 4,12], ni la bodega, ni la viña. Respiraremos si nos agrada el aire del campo, paseando a nuestro gusto. En fin, iremos y vendremos, entraremos y saldremos libremente con esta llave de David [Apoc 3,7], que es la llave de la ciencia [Lc 11,52], la llave del Abismo [Apoc 9,1], que guarda en su seno los tesoros profundos y secretos de la Sabiduría divina [Sab 7,14].
Esta llave divina abre las puertas de la muerte mística, penetrando sus tinieblas sagradas; da acceso al profundo lago y al foso de los leones. Ella es la que adentra las almas en estos oscuros calabozos, para sacarlas de ellos sanas y salvas. En fin, esta llave nos introduce en la feliz morada de la inteligencia y de la luz, donde el Esposo toma el aire en el descanso del mediodía [Cant 1,6], donde se sabe bien pronto, en cuanto se le ve, cómo obtener un beso de su boca [1,1], y cómo compartir confiadamente su lecho nupcial, donde se aprenden los secretos del amor. ¡Secretos divinos, que no está permitido revelar y que ninguna lengua humana es capaz de expresar!
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